jueves, 3 de abril de 2014

PARA MIS ALUMNOS DEL GRUPO R1 DE LA MATERIA DE DERECHOS HUMANOS E INDIGENA


CAPÍTULO I

LOS DERECHOS HUMANOS Y EL NUEVO ORDEN

1.     LOS DERECHOS HUMANOS.- La primera cuestión que se nos aparece al intentar cualquier aproximación al tema de los derechos humanos se relaciona con la necesidad permanente de su replanteo. ¿Por qué repensar los derechos humanos? Y ¿qué significa repensarlos? Son dos primeras preguntas, de cuyas respuestas dependerá, en buena medida, el tipo de abordaje que se haga después.

            Esta necesidad de repreguntarnos una y otra vez sobre cuestiones de alguna manera preliminares está marcada por el carácter dinámico de la temática, por lo provisorio de las argumentaciones y por los avances y retrocesos que, en el plano de lo fáctico, sufre la defensa de tales derechos.

            A diferencia de lo que ocurría respecto de las discusiones entre “derecho positivo y derecho natural” o entre “derecho y moral”, de las que daban cuenta los antiguos manuales de Introducción al Derecho o Filosofía del Derecho, zanjadas apriorísticamente por una toma de posición a favor de la vinculación “necesaria” o una desvinculación, igualmente “necesaria”, entre los respectivos campos, no resulta posible dividir áreas de “derechos positivos” y “derechos humanos”, ni tampoco unirlas sin discusión en un solo y homogéneo objeto de estudio, claro y distinto —en terminología cartesiana—, que pretenda, pedantemente, resolver todo interrogante futuro.

            No, los derechos humanos no son un nuevo nombre para una vieja discusión y sí, en todo caso, el tema de “derecho y moral” se convierte en un viejo nombre para una nueva problemática.

            Entre los múltiples enfoques posibles del tema (normativo interno, normativo internacional, antropológico, y aun psicoanalítico) nosotros preferimos repensarlo, aquí y ahora, desde un abordaje histórico-político, en primer lugar; y, seguidamente, desde otro que podríamos denominar sociológico-jurídico. Y, en ambos casos, no como ocurría con las viejas cuestiones que hemos mencionado, en términos de tensión y de conflicto. Conflicto entre voluntarismo y racionalismo, en el primer caso, y entre legalidad y legitimidad, en el segundo.

2.     EL ABORDAJE HISTÓRICO-POLÍTICO.-  El primer momento del conflicto (las tesis, en terminología de la lógica dialéctica) estaría representado por el Estado antiguo, tal como era éste concebido en la Edad Media, cuya regla podría haber sido “el poder como razón”, y cuya divisa fue sintetizada por Luís XIV cuando hizo grabar en sus cañones la frase ultima ratio regum (última razón de los reyes), o el verso Juvenal (Sátiras, VI, 223) “Hoc volo, sic jubeo, sit pro ratione voluntas”(Lo quiero, lo mando, sirva mi voluntad de razón).

            El segundo momento (la antítesis) sería representado por el Estado moderno, tal como fuera pensado por el Iluminismo, y cuya regla sería, en cambio, “la razón al poder”. En el Estado moderno “lo razonable” aparece como axiológicamente válido, y, por lo tanto, jurídicamente válido. Autolimitación, moderación, razonabilidad, son voces que dan contenido al nuevo concepto de justicia, desplazando otros contenidos posibles de tipo paternalistas, tales como bien común o bienestar general.

            Pero los adjetivos “antiguo” y “moderno” agregados a la palabra “Estado” aluden solamente a momentos de aparición, y no a la superación del primero por obra del segundo. El Estado antiguo no sólo subsiste en algunas regiones apartadas, sino que se instala a menudo dentro del propio Estado moderno, amparado por la “lógica de la emergencia” —de la que habla Agamben—, por las “razones del Estado”, por el “estado de sitio”, por el “estado de guerra”, por el “estado de necesidad”, o, más modernamente, por la “seguridad nacional”. Edgar Morin recuerda que:

            “Los primeros gérmenes de la barbarie histórica hacen su aparición (...) seis mil años atrás en los grandes imperios del Medio Oriente. Se perpetuaron hasta hoy y ha producido las diversas formas de la barbarie de conquista y de colonización, como las de Tamerlán o Gengis Chan. Pero estas conquistas no forman imperios duraderos, mientras que las de Europa Occidental tendrán consecuencias a largo plazo: la colonización se termina sólo después de la Segunda Guerra Mundial, e incluso más tarde en el caso de Portugal. A partir de fines del siglo XV surge una barbarie que no existía en el Imperio Romano o en los antiguos imperios del Medio o del Extremo Oriente... Hay que decir que la Segunda Guerra Mundial llevará hasta su clímax estas dos formas de barbarie”.

            En tales supuestos el Estado moderno, el del contrato social, el del Estado de derecho, el de la democracia real, el de las seguridades individuales y el del reglamentarismo, cede a la tentación del voluntarismo, cuando no a la soberbia y al autoritarismo, especialmente en el área del derecho público en su totalidad, y del derecho privado en un punto de cuestiones de singular trascendencia económica. Por otra parte, el gobierno de los funcionarios reviste cada vez una actitud más gerencial respecto de un sistema cuyos linchamientos parecen fijarse fuera de la sede de gobierno.

            Aun cuando no sea literalmente cierta la tesis de Umberto Eco respecto a que el mundo se encuentra próximo al advenimiento de una nueva Edad Media, el análisis del semiólogo italiano resulta válido, en cuanto considera al momento actual como de articulación con un futuro caracterizado por un nuevo agrupamiento de los factores de poder. La cuestión es si se trata de un retorno al momento de la tesis, al poder sólo limitado por el poder, o si, de manera novedosa, se trata de un nuevo momento de síntesis. Frente al “poder como razón”, y a “la razón al poder”, algo así como “el poder a la razón”, esto es, en términos políticos, el paso de la democracia formal o representativa a la democracia de plena participación.

            Los argumentos usados habitualmente para justificar la democracia indirecta y, a la vez, descalificar la posibilidad de una democracia directa se basan en la cuestión del número. La democracia directa sólo resulta posible en grupos pequeños, las sociedades numerosas no pueden funcionar en asambleas, ergo, deben delegar su poder en un representante, o en un número no excesivo de representantes (luego, los representantes invocarán el argumento de la emergencia para actuar sin consultar los intereses de los representados y, en tal caso, el despojo del poder se habrá terminado de consumar.) Santo Tomás de Aquino decía en su época:

            “Es además claro que varios gobernantes* no podrían mantener la unidad de la multitud si no estuviesen de acuerdo. Por tanto se requiere de todos ellos una cierta unión, para poder gobernar de algún modo, como no sería posible conducir una nave a ninguna parte si varios estuvieran de alguna manera en desacuerdo. Se dice que muchas cosas están unidas en cuanto se acercan a la unidad. Por tanto mejor gobierna uno que muchos, en cuanto éstos se acercan a la unidad. Además, lo mejor es aquello que proviene de la naturaleza misma, y la unidad natural es la de un hombre, y es la más perfecta; luego el gobierno ordinario más natural es el dirigido por uno”.

            Sin embargo, el argumento del número contiene una petición de principio: da por sentado justo aquello que está en discusión, esto es, que el Estado de derecho es igual al gobierno de las leyes. Si esto es cierto, no lo es menos que las leyes deben ser redactadas por grupos relativamente pequeños, y, por lo tanto, la soberanía popular sólo puede ejercerse de manera indirecta. Pero, ¿es realmente cierto?

            La identidad “Estado de derecho” y “gobierno de las leyes” es una decisión ideológica, no una descripción. Implica la justificación de la ley y la descalificación de la costumbre, por ejemplo, como fuente creadora y derogatoria de derecho. En relación con la identificación del derecho con la Ley, Jorge Luis Borges decía —en la última conferencia pronunciada en la Argentina, en la Asociación de Abogados de Buenos Aires— que:

. .mi padre era un escéptico y era abogado. Y él no creía, tampoco, en la etimología que le enseñaban, decía que los códigos eran leyes del juego propiamente. —¿No creía su padre en los códigos? —No, él decía que eran leyes del juego y que de como aprender a jugar al ajedrez, no digamos que es poco, pero pensar que los códigos son manuales de ajedrez, no digamos que es poco, pero sería muy pobre”.

            En la misma línea, comentando los conceptos de Foucault vertidos en Vigilar y Castigar, Deleuze sostiene que:

            “La ley es una gestión de los ilegalismos que ella diferencia al formalizarlos... unos que permite, hace posible o inventa como privilegio de la clase dominante, otros que tolera como compensación de las clases dominadas, o que incluso hace que sirvan a la clase dominante, otros, por último, que prohíbe, aísla y toma como objeto, pero también como medio de dominación”.

            Ello sin contar con otros institutos que se apartan de tal identificación, como el antiguo concepto de “derecho de resistencia a la opresión”, o el moderno de “desobediencia civil” (o resistencia pacífica) —que tendremos oportunidad de analizar en el último capítulo de esta obra— acuñados por Gandhi o Martin Luther King en el siglo XX, y que es objeto de cuidadosos análisis por politólogos contemporáneos.

3.     EL abordaje sociológico-jurídico.- Según dijimos, así como el enfoque histórico-político nos permite visualizar el conflicto entre racionalidad y voluntariedad, el abordaje sociológico-jurídico nos permitirá discurrir sobre el conflicto entre la legalidad y la legitimidad, entendiendo a la primera como el encuadramiento de un hecho o de un tipo de sistema jurídico dado, y a la segunda como la justificación de ese hecho, de esa norma y, aun, del propio sistema.

            Al igual que en el tema anterior, las tendencias estáticas tradicionales prescindían del conflicto, o bien confundiendo los campos mediante la identidad entre legalidad y legitimidad, o bien separándolos irreduciblemente; la legalidad como calificación jurídica, y la legitimidad como calificación de la política o ética. Nosotros entendemos que la tensión es dinámica, de modo tal que ambos criterios se visualizan como una lucha dentro del mismo campo: el campo de la realidad social conectado con el sistema jurídico. Las hipótesis de emergencia y de desobediencia civil mencionadas en el punto anterior ejemplifican, precisamente, esa zona de contacto, donde la legalidad tiende a traspasar la barrera de la legitimidad, en el primer caso, y donde la legitimidad, a su vez, hace lo propio con la frontera de la legalidad, en el segundo.

            En el primer momento de ese conflicto podemos percibir una lucha respecto al poder entre el individuo y el grupo o corporación que pretende hegemonizarlo (en tipología medieval, la nobleza, la Iglesia, las corporaciones profesionales, etcétera). En el segundo momento, en cambio, el lugar de las corporaciones es ocupado por el Estado, en su doble rol de detentador del monopolio del uso de la fuerza y garante de los derechos individuales. El aspecto ambiguo de esta relación se explica con el concepto de la autolimitación y con la separación entre “Estado” (ente abstracto) y “gobierno” (ente concreto), de modo que éste quede limitado por aquél. El funcionario de gobierno que actúa fuera de los límites de su función (al menos, ésa es la teoría) lo hace a título personal y bajo su responsabilidad como súbdito del mismo Estado.

            Pero la realidad del Estado actual hace que el principio de la autolimitación resulte, al menos, insatisfactorio. La acumulación de poder, resultante de los adelantos tecnológicos —incluyendo la informática—, y la acumulación económica ensanchan la brecha existente entre el individuo y el Estado, por una parte, mientras que, por la otra, los funcionarios de gobierno difícilmente pueden, frente al enorme poder confiado a sus manos, resistirse a la tentación de usarlo —en la mejor de las hipótesis— con criterio paternalista. Además, esa misma acumulación de poder desplaza el centro de decisión de los Estados hacia grupos extranacionales (económicos, políticos y jurídicos), con lo cual la relación con el individuo queda mediatizada.

            En el tercer momento, entonces, el individuo desaparece de la relación de poder, y, si no desaparece también como individuo, es en virtud de su respuesta a los

            Fenómenos nuevos mediante la única arma a su alcance: el agrupamiento en asociaciones intermedias, reconocidas y no reconocidas por el sistema jurídico, y aun extra- nacionales. La proliferación de los movimientos sociales y de las organizaciones no gubernamentales, si bien puede reconocer antecedentes históricos (y.gr., el origen del movimiento obrero en el siglo pasado), ocurre principalmente en el siglo XX, y, en especial, después de la Segunda Guerra Mundial y la creación de la ONU. Y es en el específico campo de los derechos humanos, junto al área laboral y de la ecología, donde más fuerte resulta la presencia de estos movimientos y organismos.

            También la integración regional viene tomando impulso en este tercer momento, de derecho y de hecho en las últimas décadas, fenómeno éste que debe también ser relacionado, en nuestro caso, con los procesos de redemocratización en que está empeñada Latinoamérica. De derecho, a luz de los tratados que se suscriben para la cooperación de economías complementarias. De hecho, por la gestación de una política comercial cuyos esfuerzos recaen principalmente sobre el sector privado. Sin embargo, resulta todavía débil la integración en otros campos no económicos, como los de la cultura en general y de los derechos humanos en especial.

            Esta integración cultural y tuitiva de la persona, sin embargo, surge espontáneamente merced a otros fenómenos sociales: el turismo, las migraciones laborales, los intercambios estudiantiles, de investigadores, bibliográficos, la televisión satelital, la red informática, las giras artísticas, etcétera, fenómenos éstos que adquieren nueva vida en democracia.

            Pero el surgimiento espontáneo debería ser acompañado por nuevas formas de organización social que evite su vulnerabilidad natural. En efecto, cualquiera de los fenómenos enunciados depende de una multiplicidad de circunstancias de hecho que, por imperio de esas mismas circunstancias o de una legislación restrictiva, puede provocar su involución.

            Las poblaciones asentadas en las márgenes opuestas de un río deberían tener, respecto de él, idénticos intereses, independientemente de sus respectivas nacionalidades. Un basurero nuclear, una central atómica contaminante, un derrame de petróleo, las nubes tóxicas, etc., afectan potencialmente las poblaciones de los Estados vecinos.

            El conocimiento y respeto recíproco de las lenguas, costumbres y tradiciones pueden redundar en un beneficio también común a las.poblaciones limítrofes. En otro sentido, las discriminaciones que sufra un extranjero en un país‘provocarán una discriminación inversa en el propio. Y así sucesivamente.

            A diferencia de las alianzas, ententes, o acuerdos internacionales, la integración es, fundamentalmente, una cuestión de fe democrática. La concepción de los derechos humanos entendidos no sólo como la protección contra las violaciones, sino también como la creación de las condiciones para el desarrollo de la persona.

4.     EL NUEVO ORDEN MUNDIAL.-  El 6 de agosto de 1945, el Enola Gay, una súper fortaleza volante B-29 norteamericana, al mando del comandante Paul Tibbets, dejaba caer —por orden directa del presidente Truman— una bomba atómica sobre el puerto y base naval de Hiroshima, Japón, matando a más de 100.000 personas, la mayoría de ellas civiles. Tres días después la experiencia se repetiría en Nagasaki y el 2 de septiembre, a bordo del acorazado USSMissouri, Japón firmaba la rendición, poniendo fin a la Segunda • Guerra Mundial. Una guerra que había cobrado, aproximadamente, 55 millones de vidas, más de la mitad de las cuales pertenecían a civiles. Tal vez Paul Tibbets no pensaba en nada de esto, ni mucho menos en que estaba poniendo fin no sólo a una guerra, sino también a toda una época, a la época en que héroes y villanos tenían nombre y apellido. El 6 de agosto de 1945, o quizá bastante antes, el “Hombre” del Renacimiento había vuelto a morir. Respecto del bombardeo nuclear, Edgar Morin señaló:

            “La idea que llevó a esta nueva barbarie es la aparente lógica que coloca sobre un platillo de la balanza a los 200.000 muertos debidos a la bomba, y sobre el otro a los dos millones de muertos -entre los cuales se cuentan 500.000 GI norteamericanos— que habría costado la prolongación de la guerra por medios convencionales. Al menos así serían los números si se los calculara a partir de una extrapolación de las pérdidas sufridas solamente en la toma de Okinawa. Hay que decir primero que estas cifras han sido voluntariamente exageradas. Pero, por sobre todo, no hay que temer poner en primer plano un factor decisivo que entró en la decisión de recurrir a la bomba atómica. En la conciencia del presidente Truman y de numerosos norteamericanos, los japoneses eran sólo ratas, sub-humanos, seres inferiores”.

            Menos de dos meses antes de estos hechos, el 26 de junio, se había firmado la Carta Fundacional de las Naciones Unidas, suscripta por cincuenta países, estableciendo su sede en Nueva York y determinando el funcionamiento de sus dos órganos principales: la Asamblea General y el Consejo de Seguridad; y también de otros organismos de actuación específica, como la Corte Internacional de Justicia (con sede en La Haya), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco). Así, la ONU, junto al Banco Internacional para la Reconstrucción y Desarrollo (BIRD) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), fundados un año antes en Bretton Woods, formaron los tres pilares en los que se asentaría el nuevo orden mundial de la posguerra. El Banco Internacional (hoy Banco Mundial), integrado por casi todos los países del mundo, fue creado para colaborar con la reconstrucción de Europa, aunque posteriormente comenzó a dar créditos para fomentar la realización de obras públicas en el llamado “mundo en vías de desarrollo” (luego “subdesarrollado” a secas, o también “Tercer Mundo” tomando como referencia la polarización de la Guerra Fría). Esos créditos estaban condicionados a la ejecución de reformas neoliberales. En el mes de julio de 1997, en una reunión celebrada en Montevideo se definió la llamada “reforma de segunda generación” apuntando a la educación y a la salud, junto con el mayor desarrollo del sector bancario, el equilibrio fiscal, la reforma laboral y la eficiencia y transparencia en el sector público. Como puede apreciarse, esta “reforma de segunda generación” sigue habitada por las ambivalencias del ya mencionado (y ya perimido) orden mundial de la posguerra. Un orden que frenó la posibilidad de un tercer enfrentamiento bélico total, que procuró estimular una solidaridad y cooperación entre las naciones, que afirmó paulatinamente los derechos humanos —especialmente en el plano teórico-jurídico—, pero que, al mismo tiempo, se desenvolvió entre nuevos genocidios, guerras frías y convencionales, que acumuló un arsenal explosivo —las armas nucleares estratégicas acumuladas en los arsenales del mundo bastarían para destruir varias veces nuestro planeta (su potencia combinada es de más de un millón de veces superior a la de la bomba que destruyó a Hiroshima en 1945)—, gastando 1.000.000 de dólares por minuto en armamentos (como dato ilustrativo podemos recordar que el precio unitario de un avión de caza se ha duplicado cada 4 o 5 años, pasando de unos 250.000 dólares por avión durante la Segunda Guerra Mundial a más de 10 millones de dólares en la actualidad, debido a las mejoras en su funcionamiento y la posesión de un armamento más caro y eficaz), generando desigualdades económicas nunca vistas (el PBI de las naciones industrializadas es 40 veces superior al de los países menos adelantados), contaminando masiva y apresuradamente el hábitat humano, y que continúa atacando la vida y la dignidad de las personas, por sus opiniones, creencias, origen, etc.

 

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