CAPÍTULO I
LOS DERECHOS HUMANOS Y EL NUEVO
ORDEN
1. LOS DERECHOS
HUMANOS.-
La primera cuestión que se nos aparece al intentar cualquier aproximación al
tema de los derechos humanos se relaciona con la necesidad permanente de su
replanteo. ¿Por qué repensar los derechos humanos? Y ¿qué significa repensarlos?
Son dos primeras preguntas, de cuyas respuestas dependerá, en buena medida, el
tipo de abordaje que se haga después.
Esta necesidad de repreguntarnos una
y otra vez sobre cuestiones de alguna manera preliminares está marcada por el
carácter dinámico de la temática, por lo provisorio de las argumentaciones y
por los avances y retrocesos que, en el plano de lo fáctico, sufre la defensa
de tales derechos.
A diferencia de lo que ocurría
respecto de las discusiones entre “derecho positivo y derecho natural” o entre
“derecho y moral”, de las que daban cuenta los antiguos manuales de
Introducción al Derecho o Filosofía del Derecho, zanjadas apriorísticamente por
una toma de posición a favor de la vinculación “necesaria” o una
desvinculación, igualmente “necesaria”, entre los respectivos
campos, no resulta posible dividir áreas de “derechos positivos” y “derechos
humanos”, ni tampoco unirlas sin discusión en un solo y homogéneo
objeto de estudio, claro y distinto —en terminología cartesiana—, que pretenda,
pedantemente, resolver todo interrogante futuro.
No, los derechos humanos no son un
nuevo nombre para una vieja discusión y sí, en todo caso, el tema de “derecho
y moral” se convierte en un viejo nombre para una nueva problemática.
Entre los múltiples enfoques
posibles del tema (normativo interno, normativo internacional, antropológico, y aun
psicoanalítico) nosotros preferimos repensarlo, aquí y ahora, desde un abordaje
histórico-político, en primer lugar; y, seguidamente, desde otro que podríamos
denominar sociológico-jurídico. Y, en ambos casos, no como ocurría con
las viejas cuestiones que hemos mencionado, en términos de tensión y de
conflicto. Conflicto entre voluntarismo y racionalismo, en el primer caso, y
entre legalidad y legitimidad, en el segundo.
2. EL ABORDAJE
HISTÓRICO-POLÍTICO.- El primer momento del conflicto (las tesis,
en terminología de la lógica dialéctica) estaría representado por el Estado
antiguo, tal como era éste concebido en la Edad Media, cuya regla podría haber
sido “el
poder como razón”, y cuya divisa fue sintetizada por Luís XIV cuando
hizo grabar en sus cañones la frase ultima ratio regum (última razón de los
reyes), o el verso Juvenal (Sátiras, VI, 223) “Hoc volo, sic jubeo, sit
pro ratione voluntas”(Lo quiero, lo mando, sirva mi voluntad de razón).
El segundo momento (la antítesis)
sería representado por el Estado moderno, tal como fuera pensado por el
Iluminismo, y cuya regla sería, en cambio, “la razón al poder”. En el Estado
moderno “lo razonable” aparece como axiológicamente válido, y, por lo
tanto, jurídicamente válido. Autolimitación, moderación, razonabilidad, son
voces que dan contenido al nuevo concepto de justicia, desplazando otros
contenidos posibles de tipo paternalistas, tales como bien común o bienestar
general.
Pero los adjetivos “antiguo”
y “moderno”
agregados a la palabra “Estado” aluden solamente a momentos
de aparición, y no a la superación del primero por obra del segundo. El Estado
antiguo no sólo subsiste en algunas regiones apartadas, sino que se instala a
menudo dentro del propio Estado moderno, amparado por la “lógica de la emergencia” —de la
que habla Agamben—, por las “razones del Estado”, por el “estado de
sitio”, por el “estado de guerra”, por el “estado de necesidad”, o, más
modernamente, por la “seguridad nacional”. Edgar Morin recuerda que:
“Los primeros gérmenes de la barbarie
histórica hacen su aparición (...) seis mil años atrás en los grandes imperios
del Medio Oriente. Se perpetuaron hasta hoy y ha producido las diversas formas
de la barbarie de conquista y de colonización, como las de Tamerlán o Gengis
Chan. Pero estas conquistas no forman imperios duraderos, mientras que las de
Europa Occidental tendrán consecuencias a largo plazo: la colonización se
termina sólo después de la Segunda Guerra Mundial, e incluso más tarde en el caso
de Portugal. A partir de fines del siglo XV surge una barbarie que no existía
en el Imperio Romano o en los antiguos imperios del Medio o del Extremo
Oriente... Hay que decir que la Segunda Guerra Mundial llevará hasta su clímax
estas dos formas de barbarie”.
En tales supuestos el Estado
moderno, el del contrato social, el del Estado de derecho, el de la democracia
real, el de las seguridades individuales y el del reglamentarismo, cede a la
tentación del voluntarismo, cuando no a la soberbia y al autoritarismo,
especialmente en el área del derecho público en su totalidad, y del derecho
privado en un punto de cuestiones de singular trascendencia económica. Por otra
parte, el gobierno de los funcionarios reviste cada vez una actitud más
gerencial respecto de un sistema cuyos linchamientos parecen fijarse fuera de
la sede de gobierno.
Aun cuando no sea literalmente
cierta la tesis de Umberto Eco respecto a que el mundo se encuentra próximo al
advenimiento de una nueva Edad Media, el análisis del semiólogo italiano
resulta válido, en cuanto considera al momento actual como de articulación con
un futuro caracterizado por un nuevo agrupamiento de los factores de poder. La
cuestión es si se trata de un retorno al momento de la tesis, al poder sólo
limitado por el poder, o si, de manera novedosa, se trata de un nuevo momento
de síntesis. Frente al “poder como razón”, y a “la
razón al poder”, algo así como “el poder a la razón”, esto es, en
términos políticos, el paso de la democracia formal o representativa a la
democracia de plena participación.
Los argumentos usados habitualmente
para justificar la democracia indirecta y, a la vez, descalificar la
posibilidad de una democracia directa se basan en la cuestión del número. La
democracia directa sólo resulta posible en grupos pequeños, las sociedades
numerosas no pueden funcionar en asambleas, ergo, deben delegar su poder en un
representante, o en un número no excesivo de representantes (luego,
los representantes invocarán el argumento de la emergencia para actuar sin
consultar los intereses de los representados y, en tal caso, el despojo del
poder se habrá terminado de consumar.) Santo Tomás de Aquino decía en
su época:
“Es además claro que varios
gobernantes* no podrían mantener la unidad de la multitud si no estuviesen de
acuerdo. Por tanto se requiere de todos ellos una cierta unión, para poder
gobernar de algún modo, como no sería posible conducir una nave a ninguna parte
si varios estuvieran de alguna manera en desacuerdo. Se dice que muchas cosas
están unidas en cuanto se acercan a la unidad. Por tanto mejor gobierna uno que
muchos, en cuanto éstos se acercan a la unidad. Además, lo mejor es aquello que
proviene de la naturaleza misma, y la unidad natural es la de un hombre, y es
la más perfecta; luego el gobierno ordinario más natural es el dirigido por
uno”.
Sin embargo, el argumento del número
contiene una petición de principio: da por sentado justo aquello que está en
discusión, esto es, que el Estado de derecho es igual al gobierno de las leyes.
Si esto es cierto, no lo es menos que las leyes deben ser redactadas por grupos
relativamente pequeños, y, por lo tanto, la soberanía popular sólo puede
ejercerse de manera indirecta. Pero, ¿es realmente cierto?
La identidad “Estado de derecho” y
“gobierno de las leyes” es una decisión ideológica, no una descripción. Implica
la justificación de la ley y la descalificación de la costumbre, por ejemplo,
como fuente creadora y derogatoria de derecho. En relación con la
identificación del derecho con la Ley, Jorge Luis Borges decía —en la última
conferencia pronunciada en la Argentina, en la Asociación de Abogados de Buenos
Aires— que:
.
.mi padre era un escéptico y era abogado. Y él no creía, tampoco, en la
etimología que le enseñaban, decía que los códigos eran leyes del juego
propiamente. —¿No creía su padre en los códigos? —No, él decía que eran leyes
del juego y que de como aprender a jugar al ajedrez, no digamos que es poco,
pero pensar que los códigos son manuales de ajedrez, no digamos que es poco,
pero sería muy pobre”.
En la misma línea, comentando los
conceptos de Foucault vertidos en Vigilar y Castigar, Deleuze sostiene que:
“La ley es una gestión de los
ilegalismos que ella diferencia al formalizarlos... unos que permite, hace
posible o inventa como privilegio de la clase dominante, otros que tolera como
compensación de las clases dominadas, o que incluso hace que sirvan a la clase
dominante, otros, por último, que prohíbe, aísla y toma como objeto, pero
también como medio de dominación”.
Ello sin contar con otros institutos
que se apartan de tal identificación, como el antiguo concepto de “derecho
de resistencia a la opresión”, o el moderno de “desobediencia civil” (o
resistencia pacífica) —que tendremos oportunidad de analizar en el último
capítulo de esta obra— acuñados por Gandhi o Martin Luther King en el
siglo XX, y que es objeto de cuidadosos análisis por politólogos
contemporáneos.
3. EL abordaje sociológico-jurídico.- Según dijimos, así
como el enfoque histórico-político nos permite visualizar el conflicto entre
racionalidad y voluntariedad, el abordaje sociológico-jurídico
nos permitirá discurrir sobre el conflicto entre la legalidad y la legitimidad,
entendiendo a la primera como el encuadramiento de un hecho o de un tipo de
sistema jurídico dado, y a la segunda como la justificación de ese hecho, de
esa norma y, aun, del propio sistema.
Al igual que en el tema anterior,
las tendencias estáticas tradicionales prescindían del conflicto, o bien
confundiendo los campos mediante la identidad entre legalidad y legitimidad, o
bien separándolos irreduciblemente; la legalidad como calificación jurídica, y
la legitimidad como calificación de la política o ética. Nosotros entendemos
que la tensión es dinámica, de modo tal que ambos criterios se visualizan como
una lucha dentro del mismo campo: el campo de la realidad social conectado con
el sistema jurídico. Las hipótesis de emergencia y de desobediencia civil
mencionadas en el punto anterior ejemplifican, precisamente, esa zona de
contacto, donde la legalidad tiende a traspasar la barrera de la legitimidad,
en el primer caso, y donde la legitimidad, a su vez, hace lo propio con la
frontera de la legalidad, en el segundo.
En el primer momento de ese
conflicto podemos percibir una lucha respecto al poder entre el individuo y el
grupo o corporación que pretende hegemonizarlo (en tipología medieval, la
nobleza, la Iglesia, las corporaciones profesionales, etcétera). En el segundo
momento, en cambio, el lugar de las corporaciones es ocupado por el Estado, en
su doble rol de detentador del monopolio del uso de la fuerza y garante de los
derechos individuales. El aspecto ambiguo de esta relación se explica con el
concepto de la autolimitación y con la separación entre “Estado” (ente
abstracto) y “gobierno” (ente concreto), de modo que éste quede limitado por
aquél. El funcionario de gobierno que actúa fuera de los límites de su función
(al menos, ésa es la teoría) lo hace a
título personal y bajo su responsabilidad como súbdito del mismo Estado.
Pero la realidad del Estado actual
hace que el principio de la autolimitación resulte, al menos, insatisfactorio.
La acumulación de poder, resultante de los adelantos tecnológicos —incluyendo
la informática—, y la acumulación económica ensanchan la brecha existente entre
el individuo y el Estado, por una parte, mientras que, por la otra, los
funcionarios de gobierno difícilmente pueden, frente al enorme poder confiado a
sus manos, resistirse a la tentación de usarlo —en la mejor de las hipótesis—
con criterio paternalista. Además, esa misma acumulación de poder desplaza el
centro de decisión de los Estados hacia grupos extranacionales (económicos,
políticos y jurídicos), con lo cual la relación con el individuo queda
mediatizada.
En el tercer momento, entonces, el
individuo desaparece de la relación de poder, y, si no desaparece también como
individuo, es en virtud de su respuesta a los
Fenómenos nuevos mediante la única
arma a su alcance: el agrupamiento en asociaciones intermedias, reconocidas y
no reconocidas por el sistema jurídico, y aun extra- nacionales. La
proliferación de los movimientos sociales y de las organizaciones no
gubernamentales, si bien puede reconocer antecedentes históricos (y.gr., el
origen del movimiento obrero en el siglo pasado), ocurre principalmente en el
siglo XX, y, en especial, después de la Segunda Guerra Mundial y la creación de
la ONU. Y es en el específico campo de los derechos humanos, junto al área
laboral y de la ecología, donde más fuerte resulta la presencia de estos
movimientos y organismos.
También la integración regional
viene tomando impulso en este tercer momento, de derecho y de hecho en las
últimas décadas, fenómeno éste que debe también ser relacionado, en nuestro
caso, con los procesos de redemocratización en que está empeñada Latinoamérica.
De derecho, a luz de los tratados que se suscriben para la cooperación de
economías complementarias. De hecho, por la gestación de una política comercial
cuyos esfuerzos recaen principalmente sobre el sector privado. Sin embargo,
resulta todavía débil la integración en otros campos no económicos, como los de
la cultura en general y de los derechos humanos en especial.
Esta integración cultural y tuitiva
de la persona, sin embargo, surge espontáneamente merced a otros fenómenos
sociales: el turismo, las migraciones laborales, los intercambios
estudiantiles, de investigadores, bibliográficos, la televisión satelital, la
red informática, las giras artísticas, etcétera, fenómenos éstos que adquieren nueva
vida en democracia.
Pero el surgimiento espontáneo
debería ser acompañado por nuevas formas de organización social que evite su
vulnerabilidad natural. En efecto, cualquiera de los fenómenos enunciados
depende de una multiplicidad de circunstancias de hecho que, por imperio de
esas mismas circunstancias o de una legislación restrictiva, puede provocar su
involución.
Las poblaciones asentadas en las
márgenes opuestas de un río deberían tener, respecto de él, idénticos
intereses, independientemente de sus respectivas nacionalidades. Un basurero
nuclear, una central atómica contaminante, un derrame de petróleo, las nubes
tóxicas, etc., afectan potencialmente las poblaciones de los Estados vecinos.
El conocimiento y respeto recíproco
de las lenguas, costumbres y tradiciones pueden redundar en un beneficio
también común a las.poblaciones limítrofes. En otro sentido, las
discriminaciones que sufra un extranjero en un país‘provocarán una
discriminación inversa en el propio. Y así sucesivamente.
A diferencia de las alianzas,
ententes, o acuerdos internacionales, la integración es, fundamentalmente, una
cuestión de fe democrática. La concepción de los derechos humanos entendidos no
sólo como la protección contra las violaciones, sino también como la creación de
las condiciones para el desarrollo de la persona.
4. EL NUEVO ORDEN MUNDIAL.- El 6 de agosto de 1945, el Enola Gay, una
súper fortaleza volante B-29 norteamericana, al mando del comandante Paul Tibbets,
dejaba caer —por orden directa del presidente Truman— una bomba atómica sobre
el puerto y base naval de Hiroshima, Japón, matando a más de 100.000 personas,
la mayoría de ellas civiles. Tres días después la experiencia se repetiría en
Nagasaki y el 2 de septiembre, a bordo del acorazado USSMissouri, Japón firmaba
la rendición, poniendo fin a la Segunda • Guerra Mundial. Una guerra que había
cobrado, aproximadamente, 55 millones de vidas, más de la mitad de las cuales
pertenecían a civiles. Tal vez Paul Tibbets no pensaba en nada de esto, ni
mucho menos en que estaba poniendo fin no sólo a una guerra, sino también a
toda una época, a la época en que héroes y villanos tenían nombre y apellido.
El 6 de agosto de 1945, o quizá bastante antes, el “Hombre” del Renacimiento
había vuelto a morir. Respecto del bombardeo nuclear, Edgar Morin señaló:
“La idea que llevó a esta nueva
barbarie es la aparente lógica que coloca sobre un platillo de la balanza a los
200.000 muertos debidos a la bomba, y sobre el otro a los dos millones de
muertos -entre los cuales se cuentan 500.000 GI norteamericanos— que habría
costado la prolongación de la guerra por medios convencionales. Al menos así
serían los números si se los calculara a partir de una extrapolación de las
pérdidas sufridas solamente en la toma de Okinawa. Hay que decir primero que
estas cifras han sido voluntariamente exageradas. Pero, por sobre todo, no hay
que temer poner en primer plano un factor decisivo que entró en la decisión de
recurrir a la bomba atómica. En la conciencia del presidente Truman y de
numerosos norteamericanos, los japoneses eran sólo ratas, sub-humanos, seres
inferiores”.
Menos de dos meses antes de estos
hechos, el 26 de junio, se había firmado la Carta Fundacional de las Naciones
Unidas, suscripta por cincuenta países, estableciendo su sede en Nueva York y
determinando el funcionamiento de sus dos órganos principales: la Asamblea
General y el Consejo de Seguridad; y también de otros organismos de actuación
específica, como la Corte Internacional de Justicia (con sede en La Haya), la
Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización de las Naciones
Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco). Así, la ONU, junto
al Banco Internacional para la Reconstrucción y Desarrollo (BIRD) y el Fondo
Monetario Internacional (FMI), fundados un año antes en Bretton Woods, formaron
los tres pilares en los que se asentaría el nuevo orden mundial de la
posguerra. El Banco Internacional (hoy Banco Mundial), integrado por casi todos
los países del mundo, fue creado para colaborar con la reconstrucción de
Europa, aunque posteriormente comenzó a dar créditos para fomentar la
realización de obras públicas en el llamado “mundo en vías de desarrollo”
(luego “subdesarrollado” a secas, o también “Tercer Mundo” tomando como
referencia la polarización de la Guerra Fría). Esos créditos estaban
condicionados a la ejecución de reformas neoliberales. En el mes de julio de
1997, en una reunión celebrada en Montevideo se definió la llamada “reforma de
segunda generación” apuntando a la educación y a la salud, junto con el mayor
desarrollo del sector bancario, el equilibrio fiscal, la reforma laboral y la
eficiencia y transparencia en el sector público. Como puede apreciarse, esta
“reforma de segunda generación” sigue habitada por las ambivalencias del ya
mencionado (y ya perimido) orden mundial de la posguerra. Un orden que frenó la
posibilidad de un tercer enfrentamiento bélico total, que procuró estimular una
solidaridad y cooperación entre las naciones, que afirmó paulatinamente los
derechos humanos —especialmente en el plano teórico-jurídico—, pero que, al
mismo tiempo, se desenvolvió entre nuevos genocidios, guerras frías y
convencionales, que acumuló un arsenal explosivo —las armas nucleares
estratégicas acumuladas en los arsenales del mundo bastarían para destruir
varias veces nuestro planeta (su potencia combinada es de más de un millón de
veces superior a la de la bomba que destruyó a Hiroshima en 1945)—, gastando
1.000.000 de dólares por minuto en armamentos (como dato ilustrativo podemos
recordar que el precio unitario de un avión de caza se ha duplicado cada 4 o 5
años, pasando de unos 250.000 dólares por avión durante la Segunda Guerra
Mundial a más de 10 millones de dólares en la actualidad, debido a las mejoras
en su funcionamiento y la posesión de un armamento más caro y eficaz),
generando desigualdades económicas nunca vistas (el PBI de las naciones
industrializadas es 40 veces superior al de los países menos adelantados),
contaminando masiva y apresuradamente el hábitat humano, y que continúa
atacando la vida y la dignidad de las personas, por sus opiniones, creencias,
origen, etc.
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